GEHEIMNISTRÄGER
(PORTADORES DE SECRETOS)
I.
SONIA Y EDGAR.
LA TRAVESÍA DE LOS CAMPOS
Fotografía tomada de
LA VOZ
Edgar Wildfeuer nació en 1926, en Polonia. Antes de cumplir 15 años, lo sorprende allí la segunda Guerra Mundial. Sobreviene la terrible ocupación nazi, con sus horrores y persecuciones.
Los alemanes matan a sus padres. Queda solo y pasa por distintos campos de concentración: Plaszow, Mathausen, y el más famoso: Auschwitz. Allí conoce indescriptibles atrocidades: ve matar y exterminar, pasa humillaciones y degradaciones. Pero sobrevive. En 1949 se radica en Córdoba, donde estudia, recibiéndose de ingeniero, y donde formó su hogar familiar. El hecho de que sea uno de los poquísimos que lograron quedar con vida, amerita a que escriba sobre lo que pasó y vio.
Porque pensar que con el derrumbe del nazismo se alejaron para siempre los peligros de acciones totalitarias, no son más que vanas ilusiones, más ahora, donde muchos se esfuerzan por negar que estos hechos existieron. Entonces hay que conocerlos para no dejarse sorprender y evitar que algo igual o parecido pueda repetirse.
A pesar que tanto horror inimaginable o tanta vulnerabilidad humana obnubilen al lector, la serena narración de Wildfeuer, efectuada a tanta distancia en el tiempo y en el espacio, convoca a que uno preste, página a página, su atención.
© Edgar Wildfeuer y Lerner Editora Srl.
Duarte Quiros 545 Loc. 2 y 3 Tel. 0351-4229333
Córdoba Rep. Argentina
Email: lernereditorasrl@Hotmail.com
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Queda hecho el depósito que previene la Ley 11.723.
Impreso en Argentina - Printed in Argentina
SONIA SCHULMAN es una mujer que, pasados ya sus 85 años, deslumbra con su vitalidad y frescura. Esposa, madre y abuela cariñosa, vive en la ciudad de Córdoba desde que allí se afincó con sus padres y su hermano, hace más de sesenta años, provenientes de la lejana Europa.
Fue en Córdoba, perfectamente integrada en el entorno social circundante, donde obtuvo tiempo después la ciudadanía argentina, fundó su propia familia junto con su esposo EDGAR -también inmigrante como ella- y con el paso de las décadas prosperaron y tuvieron hijos.
Pues bien, esta señora, que contagia bondad y ternura, con su mirada plácida y sus ojos encantadores, tiene una historia para contarnos. SONIA, a pesar de las décadas transcurridas, siente la imperiosa necesidad de ser oída. Y es nuestra obligación prestar atención a lo que tiene para contamos.
(Texto: Prólogo libro: Memorias de Sonia. Sobreviviente del Holocausto.)
ISBN: 978-987-1579-84-6
1© LERNER EDITORA SRL
Duarte Quiros 545 Loc. 2 y 3 - Teis. y Fax: 0351-4229333
lemereditorasrl@hotmail.com
IernereditorasrlQgmail.com.ar
www.lernereditorasrl.com.ar
Córdoba – Argentina
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ENTREVISTAS
1ª PARTE:
EDGAR.
DIAS DE HISTORIA
Graciela Kohan Starcman: ¿Tú, o alguien de tu familia, asistió a alguna escuela, ya fuera clandestina u oficial?. ¿Cuál era la finalidad de las escuelas, cuidar a los niños, darles de comer o entretenerlos mientras los padres trabajaban?¿Qué se enseñaba?
Edgar Wildfeuer: Tras la llegada de los alemanes…
Sonia Schulman de Wildfeuer: ...No se estudiaba.
Edgar: …Es muy difícil contestarle, pues no todo el mundo estaba en guetos. Tenía un diario y libros, pero no volví a estudiar en todo ese tiempo hasta que llegué a Italia.
Yo nací hace 85 años. Mi padre era ingeniero ferroviario. Debido a sus continuos cambios de destino, por aquel entonces nosotros vivimos en distintos lugares. Yo nací en Silesia, en un pueblecito donde mi padre estaba en un nudo ferroviario; después viví en Cracovia, donde hice la primaria y el primer año de secundaria; después fuimos a la ciudad de Usedom, que está en Pomerania, justamente en el pedazo de Polonia que llegaba al mar y que quería Hitler. La guerra no me sorprendió a mí ahí, era época de vacaciones y estaba en casa de mi tío. El tren fue bombardeado y se perdió todo. Nos ocultamos en la casa de mi abuela materna, que estaba en Bug ,ahora en la Ucrania occidental, que llevaba 21 meses bajo el dominio de los rusos. El 21 de junio llegaron los alemanes y ahí empezó nuestra tragedia: todas las leyes, la banda con la estrella, las matanzas. Robar no robaban gran cosa, porque ya nadie tenía nada. Pero crearon los Judenrat, echaron a la gente de donde vivía y comenzaron a crear guetos. Cada uno tenía que buscar un trabajo para que no lo mandaran al campo de trabajo. Entre junio y diciembre, la mitad de los judíos de la ciudad de Bug ya había desaparecido. En aquellos momentos uno no tenía tiempo de pensar en los estudios, no eran tiempos para estudiar. Los estudios se cortaron de golpe cuando el gueto aún se estaba organizando. Mis padres y yo pudimos escapar de Bug. Yo era hijo único. Nos escapamos a la Polonia ocupada por los alemanes, cerca de frontera de Eslovaquia, donde, no sé por qué razón, a principios 1942 varias familias judías aún vivían en sus casas. Ya entonces era un caso muy extraño. No se trataba de una aldea, no podía considerarse como tal, era más bien un paraje. Mi abuelo tenía una casa bastante linda por aquel entonces, un campo, que él trabajaba, y una cantera. En tiempos del imperio Austrohúngaro tenía un puente que cobraba peaje y una taberna. Aunque él ya había muerto, allí quedaba un tío mío. Como los judíos no podían tener propiedades, contaban con un administrador ario. Era un polaco al que a su vez los alemanes habían echado cuando se anexionaron su parte de Polonia. Era un tipo bastante bueno que vivía del campo. También mi tío trabajaba, y yo tuve que hacerlo en algún lado para que no me mandaran al campo de trabajo. Encontré trabajo en una cuadrilla que hacía caminos en la zona.
Graciela: ¿Cuántos años tenías en aquel momento?.
Edgar: Cuando la guerra empezó tenía quince años, por aquel entonces ya contaba con diecisiete. Pero era el año 1942, el año de la reunión de Wansee, y de “la solución final”, y la solución final en esta zona era muy simple: vinieron y mataron a todos los que vivían allí, o sea, a esas veinte o cincuenta, no sé cuántas podía haber, familias que vivían en esa zona cercana a Eslovaquia, en la zona montañosa de Polonia. Los mataron directamente, de un golpe. Yo me salvé porque trabajaba en la cuadrilla. Como todos eran campesinos polacos, y yo era uno de los pocos que sabía alemán, el capataz alemán solía utilizarme como cadete. Entre otras cosas, todos los días al mediodía, iba al puesto fronterizo en su bicicleta para traerle comida. Un día las SS me pilló con esa bicicleta y con la comida. Me mandaron llevarle la comida al capataz para que este no se quedara sin ella y, luego, me ordenaron presentarme en la ciudad departamental. Cuando llegué donde trabajaba me encontré con mi padre muerto. Creo que no hace falta que le explique qué es lo que a uno le pasa por dentro en un momento así. Fui caminando a la ciudad departamental, porque en aquel momento ni siquiera se me ocurrió ir a casa para buscar algo. Tenía que ir a varios kilómetros del lugar en el que trabajaba. Fui y me presente en el gueto al amigo de mi padre, y desde allí me mandaron a un campo de trabajo, cerca de la ciudad de Rajka, donde estaban haciendo un polígono de tiro para auxiliares ucranianos. Era un campo de trabajo, pero era, dentro de todo ese horror y buscando una palabra adecuada, todavía pasable, es decir, comparándolo con otros campos era pasable.
Cuando se terminó ese trabajo allí, me mandaron al gueto de Cracovia. El gueto de Cracovia, se había visto reducido, ya en aquel entonces y debido a los sucesivos transportes de deportados hacia las cámaras de gas, de 80.000 personas a 12.000. La gente por aquel entonces, cuando yo llegué, todavía no sabía de la existencia de las cámaras de gas. Digo esto porque, cuando me mandaron al campo de trabajo del que he hablado, una semana o dos después, enviaron a toda la ciudad departamental, y todo el mundo esperaba cartas que no llegaban. Nadie sabía nada. Los alemanes decían que los llevaban a las zonas que habían ocupado en Rusia para trabajar. Nadie se podía imaginar que lo iban a llevar a la cámara de gas. Eso nadie se lo imaginaba. Sonia le contará una historia parecida que le ocurrió. Cuando llegué al gueto de Cracovia, era candidato para la deportación porque no sabía realizar algún trabajo que resultara útil a los alemanes. Entonces, cómo decirlo, me colé en el campo de Plaszow (el mismo que sale reflejado en La lista de Schindler), y que se empezó a crear en el nuevo cementerio israelita de Cracovia. Allí trabajé haciendo las barracas, calles, etc, hasta que, cuando todo estuvo listo, se liquidó el gueto. Mataron a un montón de gente, y al resto la trajeron a Plaszow. Apareció este comandante Amon Goeth, el loco que andaba con revolver matando a gente en la calle. Sólo yo tuve un poco de suerte. Schindler compró una fábrica de ollas. Para evitar que la gente fuera del campo a la fábrica y luego otra vez de vuelta al campo, hicieron lo que se llamaba un sub-campo: un campo más pequeño donde había más de 200 personas. Entre otras cosas, contaban con una fábrica de cajones. Era un aserradero de madera de mi primo, cuya mujer e hijo ya habían sido deportados y que vivía en Cracovia. Él también trabajaba en esa fábrica, donde había 15 trabajadores. En ese momento necesitaban más, y yo pude conseguir que me mandaran allí. La fábrica tenía como administrador al propio Schindler y ahí, más o menos, logramos sobrellevarlo bien. Yo trabajé haciendo, digamos, costados de los cajones; los hacía con maderitas que la sierra me cortaba. Esa fábrica calculo que duró, más o menos, desde junio hasta diciembre. No sabemos las razones por las que se cerró. Cuando lo hizo, nos mandaron de vuelta a Plaszow, que en el ínterin había vuelto a ser un campo de concentración, o sea, que había pasado de campo de trabajo a campo de concentración. Nos pintaron la ropa con unas rayas amarillas, e hicieron un registro. Yo me presenté como carpintero, porque teniendo un oficio uno podía sobrevivir mucho más fácilmente que trabajando en esos trabajos tan duros. Sin embargo, incluso como carpintero no sabía hacer cualquier trabajo. Me destinaron entonces a hacer unos roperos para galpón de los sastres, cosa que no tenía ni idea de cómo se hacía. Yo pensé que iba a ser ayudante de otro, pero ese otro tampoco tenía una gran idea porque todos estábamos más o menos igual. Tan solo por suerte, por suerte porque si la cosa se hubiera descubierto usted no habla conmigo, por suerte, digo, en ese mismo momento, cuando nos designaron para el trabajo, vino un pedido de Auschwitz. Pidieron 250 herreros, porque los necesitaban para las fábricas que estaban allí. Y por supuesto, en estos casos, ¿a quién se manda?, pues a los nuevos que no sirven. En todos lados pasa lo mismo. Nosotros ni sabíamos de qué iba la cosa. De repente nos juntaron a todos sin ni tan siquiera dejarnos coger las cosas de cada uno, primero nos metieron en una barraca y luego nos llevaron a un tren. En el tren nos dimos cuenta de que nos llevaban a Auschwitz. Entramos en Auschwitz por la puerta trasera, nada de un arco. Cuando llegamos allí, nos lo quitaron todo. Yo me quedé únicamente con los zapatos. Nos llevaron a la zona de cuarentena, donde estuvimos unas dos semanas. Nos tatuaron.
Graciela: ¿Qué número tienes?
Edgar: El 174.189. Nosotros, por el número, sabíamos cuándo había llegado la gente. Eran los primeros días del año 1944. Ya Auschwitz era muy distinto de lo que había sido en años anteriores. No es que fuera un paraíso pero podía considerarse como tal comparándolo con lo que había sido Auschwitz entre los años 1941 a 1943. Nos llevaron a una fábrica, la Deutsche Auschwitz Dunberke que estaba compuesta por 1.200 obreros que se encargaban de la fabricación de objetos de madera para el ejército, fuera el que fuera. Nos hicieron un examen, de manera que se dieron cuenta de que no sabía nada de carpintería. Al día siguiente se hacía la selección. Los que no aprobaban o no sabían nada iban al corralón a cargar maderas. Entonces salió un capo de un galpón y dijo: necesito a dos para la limpieza, dos o tres, ya no me acuerdo, y me mandaron a ese galpón para encargarme de la limpieza del serrín. Empecé con la limpieza, luego me hicieron ayudante de un banco, después me dieron una maquinita para hacer agujeros, más adelante abrieron otro galpón y buscaban a uno que supiera utilizar la sierra circular, se ve que alguien sabía en lo que yo había trabajado y me cogieron, aunque la sierra que me dieron no tenía nada que ver con la que había utilizado antes. Terminé trabajando en unas máquinas muy sofisticadas que hacían malletes, que cuadraban y pulían los costados de los cajones. O sea, trabajos muy especiales. Por eso yo pude más o menos sobrevivir a Auschwitz, porque a veces tenía como premio limpiar la olla que se llevaba la comida, o me daban algunos cigarrillos que se podían cambiar por el pan, etc. Después, a comienzos del año cuarenta y cinco, por supuesto que continuaba habiendo selecciones. Entonces llegaron los judíos húngaros. Los crematorios y cámaras de gas trabajaban a tope, no daban a basto, se quemaba a gente en zanjas y el olor a quemado que llegaba de Birkenau, que estaba a 3 km de nuestro campo, hacía el aire irrespirable. El humo olía a carne quemada. Después, cuando en ese mismo año los rusos iniciaron la ofensiva de invierno, el campo se dispuso a ser evacuado. Este hecho duró varios días, ya que había unas 100.000 personas internadas en distintos campos: Auschwitz principal, Birkenau I, II, Buna, etc, etc, alcanzando más de 100km cuadrados de extensión. En un momento dado pensamos en escondernos, pero al final no lo hicimos, porque algunos tenían miedo. Si nos buscaban con perros, nos mataban. Yo salí al final de la evacuación, cuando las SS se dedicaba a matar a todos quellos que no podían andar. Hicimos esa marcha de la muerte que duró cuatro días y cuatro noches. Después nos metieron a unos 120 hombres en un tren abierto que transportaba carbón. La mitad se iba congelando, porque era invierno, y estábamos a unos veinte grados bajo cero. Nos llevaron a Mauthausen, donde estuve unos días. Allí nos quitaron todo, lo único que pude salvar fueron los zapatos. Antes de salir del campo, antes de evacuarnos, como estaba todo con poca vigilancia, pudimos entrar en un depósito y buscar zapatos mejores, pero eso si, como no estaban ordenados en cajones, acabé con dos zapatos con distinta horma. Aún así, para mí eran buenos. A otros les daban esos zuecos de madera que no tenían flexibilidad, y que producían ampollas en los dedos e infecciones. Esto era un pequeño detalle que tenía mucha importancia. Entonces nos mandaron al campo de Melk, donde se hacían túneles, para trasladar allí las fábricas alemanas que eran bombardeadas continuamente por los aliados. Los trabajos se realizaban sin ninguna medida de seguridad. Tenían lugar desmoronamientos, el campo era muy sucio, estaba lleno de piojos y no había mucha comida. También allí tuve suerte, porque si no la hubiera tenido, ahora yo no estaría hablando con usted.
Me mandaron, después de varios días trabajando allí, junto a todo un grupo, a una estación próxima donde se hacían casas de madera para los alemanes que después iban a trabajar en esos túneles. Aquello estaba un poco mejor, porque no era tan peligroso. El trabajo era más liviano. Incluso se podían conseguir algunas papas. En abril, unas pocas semanas más tarde, los rusos toman Viena. Otra vez nos evacuan de este otro campo, nos meten en una barcaza, y nos llevan, a través del Danubio, hasta la ciudad de Linz. De ahí volvemos a caminar. en otra marcha de la muerte que durará cuatro días y cuatro noches, hasta una localidad llamada Ebensee, situada en medio de los Alpes austríacos, en pleno campo. En esa ocasión sí nos dieron de comer. En aquel sitio, la probabilidad de vida era a lo sumo de diez meses. Nos daban 1/8 (un octavo) de pan, que era puro serrín -había que poner el gorro debajo mientras comías, porque se desmenuzaba todo-, y un litro de agua que contenía cáscaras de patatas. Con ese régimen nadie podía sobrevivir mucho tiempo, tanto es así que cuando me liberaron pesaba 40 kilos. Allí también se trabajaba en túneles, con la salvedad de que se colocaban explosivos en las rocas, dando lugar a más accidentes. Una vez más volví a tener suerte. En vez de a los túneles me mandaban todos los días, junto con un grupo, en un tren, a una estación situada a unos 40 km. Un nudo ferroviario donde, todos los días por la mañana,veía cómo una nube de aviones bajaba en dos o tres ocasiones para bombardearlo. Los alemanes pretendían que nosotros tapásemos los huecos y pasasemos los rieles. Pero estábamos tan débiles que entre doce no podíamos levantar el riel por más que nos gritaban. Por allí nunca pasó el tren, porque a penas terminábamos, volvían los aviones y bombardeaban.
Graciela: ¿Y no les preocupaba que la bomba les cayera a ustedes?.
Edgar: Había unas zanjas en forma de zigzag. Cuando venían los bombarderos, uno se tiraba allí y aprovechaba para agarrar un caracol y metérselo en la boca. ¡Así andábamos! Era aquel un campo tan horrible, que ya no tenía ganas de seguir viviendo, y me fui a un lazareto. Allí te daban un camisón, te acostabas en el suelo y morías, porque no había asistencia de ninguna clase. Tan sólo había un médico, un polaco, que dijo: mirad que la guerra ya está terminando, ¿dónde están ahora los alemanes?. Tu estás todavía bien, relativamente. Me convenció. A los pocos días, cuando fuimos a la estación, los alemanes hablaban entre ellos y nos enteramos de que Hitler se había suicidado y que había otro gobierno. Nos llevaron de vuelta al campo. Al día siguiente nos reunieron en la famosa plaza de recuento (appelplatz), y nos ordenaron dirijirnos a los túneles. Entonces salió un chico que trabajaba en la administración gritando que no fuéramos porque nos iban a dinamitar allí adentro. A ese chico lo mataron en el acto, sin embargo, los alemanes, que tenían muchas ganas de escapar, se subieron en un auto y se fueron. Dejaron la plaza, y a los dos días, apareció un tanque yanqui. Tomaron como prisioneros a unos viejos que habían dejado allí para que nos cuidaran, y como quien dice, nos liberaron. En verdad, los que pudimos fuimos a pedir ayuda, médicos y alimentos. Por la noche, el ejercito nos mandó alimentos: un guiso lleno de grasa. Había un gran desorden. Algunos comían tres veces, mientras que otros como yo, que fuimos a buscar comida fuera del campo, no la encontramos, no comimos nada. Esa misma noche más de 600 personas murieron debido a las diferencias en el régimen.
Graciela: Claro, después se dieron cuenta.
Edgar: Al día siguiente, cuando los médicos se dieron cuenta, nos sacaron de ese campo y nos llevaron a otro en el que se encontraban los trabajadores forzados que venían de todos los países ocupados, y que estaban en mejores condiciones. Empezaron a llegar noticias de los otros campos, de quién había sobrevivido y de quién no. Los maridos buscaban a sus mujeres, los padres a sus hijos y viceversa, porque muchos no tenían ni idea de qué había sido de ellos. Yo sabía que toda mi familia estaba muerta, pero otros no.
Graciela: Claro
Edgar: Bueno, uno no sabía qué hacer. Muchos se volvían a Polonia para buscar, yo no tenía a quién buscar. Aparecieron entonces los soldados de Palestina, del ejército inglés, los judíos, y nos propusieron ir a Palestina; y todos los jóvenes que no teníamos nada qué perder dijimos que sí. Nos metieron en un tren que volvía de Alemania cargado de prisioneros italianos y de otras nacionalidades con destino a Italia, pero en Bolonia los ingleses nos descubrieron y nos llevaron a un campo de refugiados en Módena. Se trataba de una academia militar. Estuvimos poco tiempo allí, ya que debía ser devuelta a la municipalidad. Entonces nos mandaron al sur de Italia, a un lugar que se llamaba Santa María di Leuca.
Graciela: Tú eras muy niño, tenías diecisiete años, y ya tuviste que hacerte cargo de ti mismo.
Edgar: Sí, porque al matar a mi padre yo quedé…
Graciela: ¿No te quedó ningún pariente?
Edgar.: Nadie, nadie. Nada. Me quedé solo, totalmente solo.
Graciela: Con veinte años…
Edgar: No, con diecisiete. Tenía diecisiete en el cuarenta y dos, cuando mataron a mi padre.
Sonia. Lo que son escuelas, y todas estas cosas, sí, sí había alguna en el gueto de Varsovia. Tal vez también en Vilna, pero en los pueblos pequeños nadie pensaba en la escuela, nadie.
Graciela: Bueno, y tú…¿cuál es tu nombre?
Sonia: Sonia. Me lo pusieron por una abuela que se llamaba así. A una prima le pusieron Bertita y a mi Sonia.
2ª PARTE:
SONIA.
Sonia Wildfeuer junto a Daniel Rafecas
Fotografía procedente de:
Sonia: Cuando entraron los alemanes, cuando empezó la guerra, tiraron bombas incendiarias y se nos quemó la casa. Teníamos una fábrica de caramelos, de dulces. Los hacíamos en el sótano y arriba los vendíamos. Después vinieron todas esas leyes, y tuvimos que ir al gueto. Era un pueblo pequeño.
Graciela: ¿Cómo se llamaba?.
Sonia: Smorgonie, cerca de Vilna. Antes de que entraran los alemanes, muchos judíos se escaparon. Estábamos cerca de Rusia, a 80 kilómetros. Lo hacían en coche, en bicicleta. Mi papá no se quiso meter, no se quiso escapar, dijo, bueno, si tenemos que morir, morimos en casa. Los rusos no llegaron, pero los alemanes iban muy rápido. Mataron a toda la gente, también en otros pueblos, judíos, ucranianos...También a los bielorrusos, los mataron.
Cuando nos llevaron al gueto, fuimos a la casa de un conocido. Allí nos reunimos cinco familias, cada una en una estancia. Los alemanes empezaron a llevarnos a trabajar. Yo tenía catorce años, y me pusieron, junto con otros, a construir caminos con picos y palas. Los alemanes cada dos por tres nos llamaban para pedirnos colchones, forros de piel, oro, y uno tenía que correr por todos los lados para conseguirlos. Todo el mundo tenía que llevar. Yo tenía un hermano mayor y otro pequeño. El mayor trabajaba en un molino, así que siempre traía algo. En nuestro pueblo no paso lo mismo que en otros sitios, como por ejemplo en Lituania, en donde los propios lituanos mataron a los judíos cuando entraron los alemanes. En nuestro pueblo eso no pasó. Entonces los alemanes necesitaban gente para trabajar, también en Lituania. Como en ese momento estábamos cerca de ese país, cada familia acordó enviar a un integrante de su familia para poder trabajar. Como mi hermano trabajaba en el molino y era un hombre, pensaba que era mejor que fuera una chica. Creía que le darían un trabajo mejor y que no le pegarían como a un hombre. Entonces fui yo.
En el gueto, cuando había matanzas, se cavaban grandes fosas. Una vez, un chico se escapo. Cayó y quedó atrapado entre los cadáveres. Contó lo que le había pasado y la gente no lo creyó. Decían: no puede ser. Entonces recuerdo que uno lo escuchaba y decía, pero, ¿qué han hecho ustedes?, y él decía: si no hicimos nada, pero nos juntaron y nos mataron. La gente no se lo creía, y más todavía al principio. Algo habrán hecho, si no, no lo hacen, decían.
Más adelante nos llevaron a un lugar de Lituania que se llamaba Schischmaren. Era una sinagoga que antes había sido utilizada por el ejército para encerrar a prisioneros rusos. Había literas de tres pisos. Allí nos metieron uno al lado del otro. Nos pusieron también a trabajar haciendo caminos, cavando y rompiendo esas piedras que ahora se rompen con máquinas. Teníamos un recipiente que entre tres teníamos que llenar y llevar. Aquel lugar estaba muy sucio, y todos estábamos llenos de piojos, así que se declaró el tifus. Estábamos acostados unos al lado de otros. Recuerdo que fue únicamente una chica, una chica mayor que nosotros, la que nos contagió a todos. El alemán que nos llevaba a trabajar no era de las SS, era un ingeniero encargado de hacer los caminos. No declaró que había tifus, porque si lo hubiera hecho nos habrían quemado. Además estaban esas picaduras de pulgas. Con el tiempo fue muriendo mucha gente, no solamente los débiles. Pasado un tiempo decidieron liquidar nuestro gueto. Uno podía elegir entre ir a trabajar a un campo o ser llevado a otro gueto. Mi padre decidió esperar y que vinieran a buscarlo. Los que partieron hacia otros guetos fueron asesinados en el camino. Cuando ellos vieron yo estaba afeitada, porque con el tifus se te cae el pelo. Estaba afeitada toda llena de chinches, os alemanes, venían de vez en cuando y rociaban todo el campo; traían camiones y sacaban gente Un o vivía continuamente con miedo porque no sabía donde lo iban a llevar. Un día vinieron los camiones y nos llevaron, liquidaron ese gueto, ese campo y nos llevaron al gueto de Kovno. En el gueto de Kovno nos metieron en un local, una sinagoga o un cine, trajeron colchones y nos acomodaron. Venían a vernos a menudo. Pasado el tiempo trajeron a más personas. Entonces decidieron que los que llevábamos más tiempo podíamos ir a otro lado y nos mandaron, a mis hermanos y a mí, a un campo que se llamaba Koschedaren, también situado en Lituania. Los guardias eran bielorrusos y ucranianos. Allí las mujeres y los hombres todavía podían hablar. Vivíamos separados, pero nos encontrábamos después del trabajo. Esto no estaba prohibido, como en los campos de concentración. También allí cavábamos caminos y cortábamos bosques. Era un trabajo bastante peligroso, porque las sierras no eran como las de ahora; uno tenía que aserruchar de un lado y de otro, y el árbol, a veces, en lugar de caerse bien, daba vueltas y te podía matar. Las mujeres recogían las ramas, y los hombres, después, se llevaban los troncos. También sacábamos turba. Se componían canciones y las cantábamos, todas hablaban de que íbamos a sobrevivir.
Graciela: ¿Estaban ustedes en algún grupo sionista?, ¿alguno de los grupos juveniles?.
Sonia: No, en estas cosas nadie pensaba.
Graciela: ¿Y antes de la guerra?.
Sonia: No, porque éramos pequeños todavía. No sé...yo no. Y...¿de qué se hablaba?, de lo que se comía antes de la guerra, y de lo que íbamos a comer después. A veces se salía y se traían papas, se hacía una fogata se cortaban en pedacitos y nos las comíamos con pan negro. Estaba riquísimo. Estaba muy rico el pan negro. A veces, algunos campesinos te daban. Después de la estancia en este campo nos llevaron de vuelta y nos reencontramos con mis padres. En el gueto de Kovno sólo se quedó mi abuelo, que estaba enfermo y se quedó en un hospital. Nos mandaron a otro campo, también de trabajo, Ponewesch. El trabajo que realizábamos era el mismo que habíamos llevado a cabo en los anteriores campos. Para que no hubiera tantos piojos, cada cierto tiempo llevaban toda la ropa e unos hornos, donde eran quemadas.
Graciela: ¿Con Zyklon B?
Edgar: No, el Zyklon B era para matar.
Graciela: Pero el Zyklon B era un desinfectante, así lo descubrieron.
Sonia: Ah, no sé, No sé qué era. Decían que eran unos hornos muy calientes.
Edgar: El Zyklon B era un gas que venía de la IG Farben Industria y que utilizaban únicamente para eso. Porque era tan venenoso que si lo hubieran utilizado como desinfectante hubieran muerto los que trabajaban al lado. Ellos hervían la ropa con vapor para matar los piojos.
Sonia: Después enfermé también allí. Decían que de tifus, pero el tifus solo lo pasa uno una vez. Debía ser algo estomacal. También nos sacaron de allí caminando. Dormimos en la nieve una noche, y nos trajeron a Stutthof. Stutthof era un campo de concentración donde traían a un montón de gente procedente de todas partes. Nosotros no sabíamos que allí se quemaba gente ni nada parecido. Muchas veces nos traían a los baños y al campo para bañarnos (lo hacíamos todos a la vez, ninguno a parte). Sin embargo...él (Edgar) dice que se sabía. Yo, nosotros...no sabíamos nada de esto. Sólo se sabía que de vez en cuando venían camiones y se llevaban gente. Había allí un lugar donde sacaban a los chicos, las madres querían subir y no las dejaban Cuando llegamos a Stutthof yo no estaba todavía del todo sana, así que iba de un lado con mi mamá y de otro con una chica que era enfermera. Recuerdo que nos íbamos durmiendo. Cuando una se dormía, se ponían en medio, después, si de dormía otra, se cambiaba. A Stutthof llegue muy débil, todavía no caminaba bien. Y allí ya nos seleccionaron. A unos nos pusieron del lado izquierdo y a otros del lado derecho. Se llevaron a los hombres. A mi hermanito también, ya no lo vimos nunca más. Me quedé sola con mi madre. Siempre íbamos agarradas del brazo. A las dos nos pusieron del lado izquierdo, en la última fila. Al parecer a los alemanes les hacía falta gente. Después del baño nos trajeron la ropa. Al salir vimos un montón de ella, la de los otros, los que ya no estaban. Cada uno agarraba lo que podía. Tenía una fina falda que me llegaba a os pies. Para la parte de arriba no me acuerdo si daban corpiños, no sé, y una blusa...éramos caricaturas. También tenía botas, pero no eran las dos del mismo número. Durante un recuento, se acercó un alemán y me levantó la falda. Al verme las piernas fuertes, dijo que podía trabajar, y me pasaron con mi mamá del otro lado. Ingresamos en un campo de concentración para hombres...
Edgar: ...Landsberg, que pertenecía a Dachau.
Sonia: Sí, nos llevaron a Landsberg, que era una sucursal de Dachau. Bueno, ya el primer día, cuando entramos, los alemanes nos ametrallaron y murió un hombre. En el campo de concentración nos cortaron el pelo a todas las mujeres y nos dieron ropa. Las mujeres, que precisaban, trabajaban en la cocina o en la lavandería. Mi mamá estaba en la lavandería y yo en la cocina pelando papas. Ahí, los hombres y las mujeres ya estaban separados, no podían hablar, ni hacer nada juntos. En la cocina había un alemán, nosotros pelábamos papas y dábamos de comer a los hombres que trabajaban. Había unas ollas muy altas en las que se cocinaba de todo. Teníamos que utilizar unas escaleritas para subirnos a ellas (tan grandes eran), y cada un cogía un cucharón. A los trabajadores judíos empezaron a ponerles un poquito más, aunque esto solo ocurría a veces. Después lavábamos esas ollas. Se lavaba todo, y se podía hacer con agua caliente. Sólo cuando habíamos sacado lo que le correspondía a los alemanes, que solían ser fideos con leche, entre otras cosas, podíamos comer. El alemán que nos vigilaba era un viejo. Después, cuando liquidaron, todos los campos tenían esa marcha de la muerte. Porque ellos liquidaban (...).
Graciela: Por el avance ruso.
Sonia: Nos llevaban a Alemania, porque del lado contrario venían los rusos. Muchos les decían a los guardias: ¿a dónde nos llevan, si allí ya vienen estos?. Pero nos llevaron hasta el último momento hasta que llegamos a un lugar...nunca me acuerdo...lo tengo anotado.
Edgar: Era un lugar cerca de Baviera.
Sonia: En Baviera se escaparon todos. Allí también había prisioneros rusos. Esos viejos alemanes que nos llevaban, hasta el último momento, nos estuvieron atizando con los pies. Después, nos juntamos otra vez los mismos, nos fuimos a Varese, y no sé adónde más. Fue entonces cuando nos propusieron ir a Israel, Palestina en aquel momento.
Graciela: ¿Se salvó tu madre también?
Sonia: Mi madre, mi padre y mi hermano. el más pequeño ya nunca lo encontramos.
Graciela: Tuviste suerte de no caer en esos campos de exterminio.
Sonia: ¿Sabes qué pasó?...que el tren que nos llevaba se detuvo en mitad del camino y salimos para hacer las necesidades.
Graciela: Sí.
Sonia: Los alemanes nos vigilaban mientras que nosotros nos bajábamos toda la ropa, porque uno ya no tenía vergüenza de nada. En los otros vagones viajaban hombres. Entonces uno se acercó y me dijo que mi hermano y mi papá estaban en los otros vagones. Así supimos dónde se encontraban. Más adelante, a nosotros nos destinaron al campo número uno, y a ellos al número dos. Nosotros hacíamos sadwisches para ellos, nos acercábamos a donde estaban los hombres y se los pasábamos a uno que trabajaba con mi hermano y con mi papá. Una vez, sorprendieron a mi mamá, la agarraron y le pegaron, porque uno no se podía acercar. Tal vez por eso uno se quedó vivo. Mi hermano una vez se cayó, mientras hacían una fábrica bajo el suelo, desde un andamio cayendo sobre una tabla. Siguió vivo.
Graciela: Estabas destinada a que yo me encontrara contigo.
Sonia: Fuimos también a Santa María de Leuca.
Edgar: Primero pasó por Módena y de Módena la llevaron a la punta de Italia, a Santa María de Leuca (...). Un lugar muy lindo, chiquitito, de veraneo. Donde los yanquis, digamos, confiscaron todos esos chalets.
Sonia: Y allí nos conocimos. Él anota en su libro todo, cómo nos conocimos.
Edgar: La conocí en Santa María de Leuca. Como su padre tenía un hermano y una hermana, trataron de venir hacia acá (Argentina). Nosotros nos quedamos varados en Leuca porque para allá (Palestina) no se podía ir. Los británicos agarraban los barcos y los mandaban a campos de Chipre, y eso le quitaba las ganas a muchos de ir. Yo, por una casualidad, porque todo en este mundo es una casualidad, trabajaba en la administración del campo y muchas veces pedían un camión para ir a la ciudad provincial, las mujeres para hacer compras, etc. Un día se estropeó el camión y estuvimos sentados en un bar esperando a que lo arreglasen. De en frente salían unos chicos de un colegio. Entonces empecé a pensar: ¿Qué hago con mi vida?, y consulté con el padre, explicándole mi situación. Pasaron unos meses, Del campo de Leuca tuvimos que salir porque tenían que devolver las viviendas en las que nos habíamos alojado a sus propietarios. Nos llevaron a un campo militar en Bari. Allí me llegó una carta preguntándome que si quería realizar el bachiller, y entrar en unos cursos especiales que hacían para los italianos que habían pasado muchos años en el ejército, y que habían perdido muchos años de estudio. Eran en italiano per me arriesgué. No sé cómo lo hicieron, porque yo no tenía ningún papel.
Sonia: El Joid se ocupaba.
Edgar: Entonces dijeron, si rinde, bien, y, si no rinde, pues tampoco es un problema. Fuimos a roma, donde había campos de refugiados en el lugar donde se encontraba Cinecittà, donde se hacía cine. En un salón había 100 camas, estábamos todos pegados, unos al lado de otros, y sin saber ni dónde dejar las cosas. Tenía seis semanas para preparar el bachiller, que no era nada fácil, en un idioma que, si bien lo conocía más o menos, no era el mío propio. tuve que estudiar literatura italiana, latina y hasta griego. Después lo cambiaron, quitaron el griego, pero nos dieron el resto de las materias: química, matemáticas, etc. Pude aprobar todas las materias menos las exactas, de las cuales me echaron. Después, me busqué un profesor para que me diera clases en roma. Al final pude aprobar el bachillerato y apuntarme en la universidad de Bari, donde estudié ingeniería. Ella se fue a Argentina y empezamos a escribirnos. Me mandó una carta, yo le mandé otra....Si me escribía una carta, yo le contestaba con cuatro. Al final, los padres de ella seguramente acabaron por preguntarse que quién era ese joven y le dijeron, si quieres, que venga. Entonces dejé los estudios, dejé todo y me vine para acá (Argentina) ilegalmente, porque legalmente no se podía venir. Vine, pasando por Paraguay, y me quedé. Dos veces vino la policía federal para sacarme del país. Nada más viajar a Buenos Aires solicité prorrogar mi estancia. Todo el mundo por aquel entonces me prometía que me iba a solucionar el problema. Yo llegué el 15 de noviembre y el 31 de octubre había vencido la amnistía que había hecho Perón para todos los que llegaban. Al final, una persona que no me conocía, un tipo que tenía una fábrica de mayorista en Buenos Aires, me dijo que me iba a ayudar y consiguió una carta de un diputado peronista. con esa carta fuimos al secretario de migraciones y conseguimos que nos dieran papeles de residencia. Nos casamos y tuvimos hijos.
Sonia: Estuvo dos años en casa, sin casarnos.
Graciela: ¿Cuántos hijos tienes?
Edgar: Siete. Después tuve que empezar a volver a revalidar todo. Tuve que hacer bachiller aquí. Tuve que ir a Buenos Aires, a San Carlos, a hacer la equivalencia del bachiller, y después tuve que empezar a estudiar para aprobar toda la materia aquí, en Córdoba. A pesar de que tenía todos los papeles, el decanato nunca tuvo tiempo de ver mi problema y corté por lo sano, repitiéndolo todo.
Graciela: Y ahora es un señor ingeniero. Eso es un triunfo.
Sonia: Eso, cuando él lo cuanta en los colegios impone mucho. Que después de todo lo que pasó estudiara. ¿Sabes lo que pasa con él? pues que, cuando se pone con una cosa, no atiende a nada más. En Italia, cuando estudiaba, lo hacía en una barraca larga Cada familia tenía allí dos o tres chiquillos. La barraca no tenía techo.
Graciela: ¿Era una cortina?
Edgar: Era pared, pero arriba estaba todo abierto.
Sonia: Y a él, cuando estudiaba, no le molestaba si alguien hablaba. ¡Imagínese todo el ruido!
Edgar: Hablar, hablaban, y todas esas cosas.
Sonia: Había radio y todo, y él estudiaba. Ahora también pasa algo parecido, cuando tiene que hacer algo, ya puede usted hablar, que él no oye. ¡Tiene suerte que no me separo!
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